Julián Centeya, un poeta para Buenos Aires

Julián Centeya se nos fue hace 47 años, un 26 de julio de 1974. Nos dejó una obra única, original, difícil de hallar y clasificar. No existe un Centeya maduro y un Centeya joven, ni un Centeya surrealista y otro lunfardo, tampoco uno romántico o simbolista. Todas esas características se mezclan, se separan, se potencian o atenúan de manera deliberada a lo largo de toda su producción literaria. Se lo ha pretendido encasillar como un poeta lunfardo pero su obra va más allá de ese género.

Nicolás Cobelli

9/1/202113 min leer

Pasaron unos diez años desde la primera vez que oí su voz. Por aquel entonces me encontraba en la inquieta y obsesiva tarea de ampliar mi gusto y conocimiento por el tango, obsesión que aún se resiste a abandonarme. Sumergido en esa cuestión, Jorge Vidal era el cantor de turno escuchado en casa, primero en sus grabaciones con Pugliese, luego en sus registros con guitarras. Fue así que una tarde acudí al encuentro insospechado de otra voz. Antes de que comenzara la milonga “Palpitando el escolazo” un hombre, desconocido para mí, recitaba unos versos a modo de glosa introductoria. Julián Centeya era quien recitaba aquellos versos y quien a partir de entonces abriría ante mí un universo nuevo, poderoso e inabarcable.

Su nombre no suele decir nada para una enorme cantidad de personas amantes de las letras, muchísimo menos ha trascendido fuera de nuestras fronteras. Lo esperable al momento de hablar de un poeta es referirse a alguno de sus poemas o libros, pero en el mundo Centeya cualquier lógica artística resulta obsoleta. Se lo ha pretendido encasillar como un poeta lunfardo pero su obra va más allá de ese género. Su talentosa pluma ha abordado también el surrealismo, la poesía de alto vuelo simbolista, la prosa y al momento de escribir algunos tangos, ha prescindido del lenguaje lunfardo, dejando piezas de primera categoría como “Claudinette”, “La vi llegar” o “Canción a tu presencia”.

Pero como les decía, llegué a él por su voz y no por una lectura. No sé cuántos casos existen en la historia de la poesía en los cuales la obra del artista se haya editado en discos recitados por el propio poeta, dudo que sean tantos y mucho menos que hayan grabado tanta cantidad de discos como Julián que, sin quererlo, ha roto el molde poniendo palmo a palmo su obra escrita con la registrada en 33 rpm. Hago hincapié en esto porque si bien su poesía escrita es una experiencia excelsa, al oírla recitada cobra una dimensión de características aún mucho más conmovedoras. No es una voz grave, sino de un registro tenoril con dejo de dulce acento itálico, pero a su vez posee un color oscuro, profundo y su fraseo porteñísimo no puede dejar indiferente a ninguna persona que lo escuche por primera vez. Es en su voz que el hecho artístico Centeya se consuma definitivamente rompiendo la barrera entre la hoja, la tinta y el lector/oyente. A tal punto que, luego de un tiempo, me es imposible leer sus libros sin que la información llegue a mi cerebro como si la estuviera oyendo en su voz y en su acento. Pero lo curioso de este fenómeno es que ocurre con poemas que jamás grabó y no pocas son las veces que he vuelto a revisar la discografía convencido de que tal poema lo he escuchado antes, para darme cuenta de que no era así, y que jamás lo grabó. También algunos poemas los ha grabado dos veces, con algunas variantes, y en libro con otras. Por eso se torna inabarcable el universo Centeya que se crea y recrea continuamente en la experiencia individual de quien se propone acercarse a su obra. A esta es imposible asignarle un principio o un final, en gran parte por lo desordenada que ha sido su carrera, espejo de su vida, y que al mismo tiempo le impregna una identidad única e imposible de ser individuada.

Si hablamos de su bibliografía, su primer libro, “Recuerdo de la enfermería de San Jaime” (1940), se halla perdido. Se desconoce la existencia de algún ejemplar, son poemas con temática afro, cargados de poética surrealista. En lo poco que se conoce de dicho libro (que lo ha firmado como Enrique Alvarado) no se advierte que exista cuota alguna de lunfardo. Se puede presumir que algunos de estos poemas se vinculan con los que luego grabó en su LP “Mi Deschave” (1970), en el cual mezcla el mundo afro norteamericano de los algodonales del sur con el mundo afro porteño, sus candombes, su pobreza y penurias. El disco es ambientado con música de jazz o por tamboriles, dependiendo de la ocasión. Poesías sencillas, cortas, o surrealismo casi lisérgico y de inspirada elocuencia, acompañados por una trompeta que homenajea a Louis Armstrong. Así de amplio y fascinante es el mundo Centeya, pero a su vez armónico y tierno. Nunca falta en su pluma la denuncia social, la queja, el nihilismo y la puteada justa en el momento preciso, pero sin hacer abuso de ella.

En su otra faceta nos sumerge en un mundo prostibulario de chorros, proxenetas y criminales. Un submundo del hampa menos romántico que el de Borges y alejado del malevo de sainete. En Centeya el bajo mundo es representado en paisajes precarios, de forma cruda, realista y plebeya. Universo en el cual el lunfardo es utilizado con pericia y criterio, sin poses ni exageraciones efectistas, porque nos hallamos ante un poeta que habla de aquello que ha visto y vivido, de lugares y personajes reales. Mucho de esto se puede apreciar en su única novela, titulada “El Vaciadero” (1971), que relata la vida en las adyacencias de los viejos basurales de Villa Soldati en Roca y Lafuente. Algunos pasajes de esa novela también fueron llevados al disco en “Julián Centeya entre prostitutas y ladrones” (1972), otros en su disco “Lunfardo” (1969) junto a Beba Bidart. Allí también se intercalan, como en “Julián Centeya, El Hombre Gris de Buenos Aires” (1968), poemas brillantes que incluyó en sus libros “La Musa Mistonga” (1964) y “La Musa Del Barro» (1969). Dejando siempre un lugar para conmovedores homenajes a amigos como Aníbal Troilo, Homero Manzi, Discépolo y Celedonio Flores entre otras eminencias de la legión tanguera.

Aunque sin dudas su obra más revolucionaria es el disco que grabó con el pianista Juan José Ramos: “Suite Porteña” (1970). Se trata de un disco completamente diferente al resto y a todo lo que se haya escuchado alguna vez. En el mismo se fusiona toda la verba poética de un Julián Centeya en uno de sus momentos de mayor vuelo lírico, con el acompañamiento de un pianista académico que crea climas inusuales, en muchas ocasiones acompañando los giros surrealistas de Julián con destellos de dodecafonismo. Un músico talentosísimo, lamentablemente poco conocido, pero que ha estrenado obras propias tanto en el Colón como en el exterior del país. “Suite Porteña” comienza con un poema maravilloso, titulado “Madrugada”, en el cual dibuja paisajes de una Buenos Aires nocturna y solitaria, esa ciudad que nos ha acompañado más de una noche retornando a nuestros hogares en soledad, obsequiándonos escenas imposibles de apreciar a la luz del día. Le sigue “Entrevero”, y ya el sol ha salido. Se oyen vendedores de diarios de fondo, el gatillar mecanográfico de una máquina de escribir. El día ha comenzado y el poeta nos habla de la vorágine de esta Buenos Aires que a veces pareciera ser capaz de devorárselo todo. El disco continúa con un homenaje a Roberto Arlt y a sus siete locos: “Los pasos de Erdosain”. Una página magistral que eleva a Centeya al pináculo del arte poético: “¿Quién nos alquila la herida del alba que poco dura?”, interroga el poeta a un atormentado Erdosain. “Milonguero” y “Compadrón” nos alejan del centro de la ciudad para rememorar viejos paisajes de suburbio tanguero, de un tiempo ya lejano e inevitablemente perdido.

El viaje continúa en “Libertad 543”, poema que al pasar homenajea a Alfonsina Storni y a un mundo bohemio de bohardillas y artistas pobres, donde Julián entrelaza aquella Buenos Aires bohemia con el Barrio Latino del Paris de Henri Murger. Luego “Mistongo”, que nos introduce en los pasillos de una humilde pensión porteña con aires de conventillo. Completan este larga duración “Gardel”, de quien afirma rotundamente que en su canto “se domicilia, única, la honda raíz del hombre”. “Valsecito Cursi”, una crítica feroz y con ácida ironía hacia la modernidad desarrollista y la pacatería citadina. Finalmente: “Soliloquio”, confesión introspectiva al propio “yo” y sus ganas de estarse lejos de sí mismo y de todo.

La discografía de Centeya la completan tres discos tributo: “Antología Lunfarda” (1967), en el cual repasa páginas de la mejor poesía del género lunfardo e incluye algunas propias. “Homenaje a Manzi” (1970), donde recita dieciséis obras del gran letrista de Boedo, acompañado al piano nada más y nada menos que por Sebastián Piana. Y “Poemas de Julio Sosa” (1967) junto a Leopoldo Federico en el bandoneón. Su bibliografía la componen, además: “El Misterio del Tango” (1946), un ensayo en el cual, sin pretensión de historiador, Julián ahonda en los orígenes del tango y su historia. “Primera antología de tangos lunfardos” (1967), una selección de tangos lunfardos elegidos por él con palabras introductorias. “Porteñerías” (1971), libro en colaboración de Washington Sánchez que reúne una larga serie de modismos, frases y palabras del habla popular porteña. “1000. Glosas de tangos” (1965), que reúne una variada producción de glosas de su autoría. Y, por último, su libro póstumo: “Piel de palabra” (1978), que está dividido en tres partes. La primera es la que titula el libro, y se trata de los últimos escritos de Julián. Poemas, pequeños fragmentos y frases de estilo surrealista, sutiles homenajes a Rimbaud, Pierre Unik, Claude Debussy, Cendrars y Cesar Vallejo, como en la brillante: “Habré de inventarme una puteada esdrújula”. La segunda parte se trata de: “La Musa Maleva”, un poema lunfardo al mejor estilo del género. Completa el libro una tercera parte de poemas inéditos de variada temática: su amor por Buenos Aires, la fundación de La Boca, personajes carcelarios, amores truncados y el tango, siempre el tango.

Julián Centeya se nos fue hace 47 años, un 26 de julio de 1974. Nos dejó una obra única, original, difícil de hallar y de clasificar. Opté por exponerla de manera desordenada porque, más allá de los años de edición, carece de un orden real. No existe un Centeya maduro y un Centeya joven, ni un Centeya surrealista y otro lunfardo, tampoco uno romántico o simbolista. Todas esas características se mezclan, se separan, se potencian o atenúan de manera deliberada a lo largo de toda su producción literaria. Fue un poeta que nunca concibió lo que todos entendemos como orden. Jamás otorgó valor al dinero ni le concedió importancia a los horarios y las responsabilidades. Nunca firmó un contrato con una editorial importante, aunque lo hubiera deseado. Borges lo ninguneó siempre que tuvo ocasión, aunque lo conocía personalmente. Julián lo admiraba y al mismo tiempo lo despreciaba. Eran dos cosmovisiones totalmente diferentes, opuestas, igualmente ricas, pero que hacían que fuese imposible cualquier comprensión interpersonal. Julián había nacido como Amleto Enrico Vergiatti en Borgo val di Taro, provincia de Parma, Italia y a la edad de 12 años recaló con su familia en Buenos Aires. Hablaba italiano, francés y poseía una vasta cultura. Trabajó de lo que pudo: periodista, crítico de cine, presentador, glosista, charlista y conferencista. Amaba a los perros, disfrutaba de manera sagrada la amistad, la noche, la lectura y las copas. Hizo de Boedo y Chiclana su país y de Buenos Aires su mundo. Tal vez sea por eso que su obra es tan ecléctica. El hombre se parece a su ciudad. Todo lo escribió aquí, sobre aquí y para los de aquí. Y es por eso que en este día quienes lo admiramos le rendimos homenaje. Alguna vez lo quisieron desalojar de la vivienda que alquilaba en el pasaje Sócrates. Al presentarse ante el juez, se justificó aclarándole que él había inventado a Buenos Aires.

Buenos Aires

Un entrevero de esquinas para un asombro,

la luna de papel sobre un tejado

como un ovillo que madura el gato.

La noche aquella en que yo puse el hombro

a tanta soledad sin parecido

y me creciste así, de un modo, de repente

como suceden ciertas cosas,

la lluvia de una vez… el día siguiente,

un convencimiento, la muerte de un rosa,

la voz de una guitarra presenciada de alba,

el recuerdo de esquinas fabulosas que aún atiende

una leyenda excluida de palabras.

Me naciste, no entiendo la razón ni el misterio

cuando un tiempo de patio me sabía su habitante.

¡Con pollera de niebla se paseaba la tarde!

Pienso en la antigüedad del barrio que aguardaba

—tácita convención de edad y de aire—

¿Puedo excluir el tango desangrado

—patrimonial lenguaje— con que remiendo

a veces

el cielo

de ésta, mi Buenosaires?

Descarto formulaciones ¡Nunca me justifico!

Aún más, quiero desentenderme;

mi hambre no necesita el pan de nadie,

con mi hambre me alcanza,

de noche me acuesto con Buenosaires

y eso ya basta.

La amo —digo la amo— más todavía, la siento

inventada por mí. ¡La sufro tanto!

En ella está la muerte de mis muertos

y yo, contrajugao

escolasao

solo

patrón de mis lágrimas que me nacen del hueso

desde la arquitectura gris de un abandono

en que renuevo, como frente a un espejo

mi desastrosa imagen

que no recoge nadie.

Te debo Buenos Aires las espinas

¡mirá cuánto te debo!

¡Cuánta es mi nada!

Vivo dejando mi ternura en cada esquina.

Crezco

de amor infortunado

y es de andar por tus calles

que me parezco a vos

a nadie más que a vos,

mi Buenos Aires.

Julián Centeya

Publicado en el libro “La musa del barro” en 1969 – Editorial Quetzal

Un año antes registró este mismo poema en el disco “Julián Centeya, el hombre gris de Buenos Aires” para el sello RCA Victor. Entre el texto y la grabación hay muy pequeñas variantes.

Esto no tiene remedio

Se nos están yendo las cosas, negro,

y esto no tiene remedio.

Te digo, por ejemplo,

la diaria costumbre de las costumbres simples,

como el hecho de darle cuerda al reloj,

salir a mirar la lluvia,

saludar al vecino de enfrente,

preguntar por la salud al boticario

—al que sabemos alquilarle una cuota de sanguijuelas—,

interesarnos por la viuda de la vuelta

y devolverle el diario al almacenero.

Se nos están yendo las cosas, negro,

y esto no tiene remedio.

Te digo, por ejemplo,

que se nos van perdiendo cosas:

el hábito de enviar una tarjeta postal

con en el rostro de una muchacha

librando una paloma

entre un rubor de rosas,

sacar a pasear nuestro perro,

darle los buenos días al cartero,

ordenar las sillas en la vereda

a la hora en que la tarde, en puntas de pie,

entra al barrio y convoca al vecindario

que espera al organillero.

Se nos están yendo las cosas, negro,

y esto no tiene remedio

¿Quién es?

¿Quién viene a llevarse estas costumbres pequeñas

que hacían nuestra felicidad pequeña?

De muchas cosas vamos enviudando, negro,

ahora que no tenemos tiempo para tener tiempo,

ahora que sabemos que fuimos, cómo fuimos

e ignoramos del todo cómo seremos.

Y no te exagero si te digo que hasta podríamos llamarnos de otro modo,

si apenas somos nosotros de tanto ser otros.

Se nos están yendo las cosas, negro,

y esto no tiene remedio

Julián Centeya

Grabado en el LP “Mi deschave” para el sello Magenta en el año 1970.

Del tiempo aquel

Era la sempio y era la miseria,

esa bruja escobera siempre seria

y era la juventud… sover… Carrere

y Murger con su broli de bohemia,

y aquella nami de la gris histeria

que se palmó en la plaza Miserere.

Era Gola en el piso’e Talcahuano

cuando Dante yugaba el «Semo Hermanos»,

un libro de chamuyo ceniciento

que importó como un sueño que hizo vano

su berretín otario y franciscano

de engalopar parolas en el viento.

¡Ah!… mi delirio azul del tiempo de ante,

de obrero del cantar rebelde y rante

que hurgó en la nerca cruda del suburbio,

«Asilo Policial», mundo atorrante,

algo… como una historia de café cantante

espejo de un vivir tenaz y turbio.

Broncaba Azcona el verso proletario

con que hilvanó las cuentas de un rosario

de revanchas soñadas… presentidas.

Era el bulín del Flaco Belisario,

donde paraba El Yeya, Serafín y Lario,

hombres para cualquier contra-partida.

Y bato de aquel yorno y mi amargura.

Nunca la banderola igual de tu locura

se desató de mi, hermano en yanta.

¡Qué palma más tremenda y más oscura!

Nunca más palpité una misiadura

que la tuya, Linyera, que fue tanta.

Lo veo a Homero Manzi, tan callado,

con el faso colgando en el costado

de la boca, batiéndome un chamuyo

de Carlos de la Púa, el tan mentado,

o de Cele, aquel grone rejunado

que escribía un gotán de yuyo y luna.

Entonces era el cuore un organito

que uno sangró de puro compadrito

entre noermas de carpusa lunga.

Poetas, reviraos, vagos shushetas,

que están entreveraos en la mosqueta

de una tasuer que jotrabó de punga.

Julián Centeya

Publicado en “La musa mistonga” para la Editorial Freeland – 1964

Grabado en el LP “Lunfardo” para el sello Domingo Cortizo – 1969

Hermano

Estaba de Dios esta mancada nuestra

en la multiplicada cheno,

en el día innumerado,

en los siglos imprometidos.

De Dios estaba, De ese Dios que cuesta

inventarse entre el hambre y la espina,

un Dios, te digo, en el que estamos hondo

y que es aquel y este

que de macho que es aún nos abriga.

Un Dios hermano, con perfil de esquina,

huesudo como yo,

en cuyo credo tierno alijamos la sed y la culpa,

ese habitado Dios que en una sempio

alquiló un catre mugriento

y rezó el pan que no tenía.

Un Dios con una voz de aire,

un Dios te bato, un Dios sin timbos

y de mirada gris y cofla.

No sé qué batimento nos dijimos,

la cheno aquella, posta,

vos con tu silencio sacado del grilo de la llaga

yo, con la pavura que me dio el coraje

que no me sirve para ir al frente.

De dónde, te pregunto, veníamos de la madre

y antes,

con este parecido que tienen los guijarros,

que padecen las nubes,

que aguantiñan los barros

crecidos de la lluvia,

con que nos fabricamos las manos.

Te hablé de mi país Boedo y Chiclana,

me chamuyaste de un Palermo bravo

y nos pusimos la mañana.

Con lo que no teníamos sobraba.

Me acuerdo que inventamos un canto

y caminamos.

Enfrente, ganchuda, atrapadora,

la miseria esperaba

pero llevábamos a nuestro Dios en el bolsillo

y eso bastaba.

Cuando se tienen veinte años

qué importa que el mundo sea una mierda

y que te pise el otro la esperanza

y que lo que no vale tenga precio

cuando uno propiamente está en la palma.

Si no hubiera sido por eso, batime

hermano,

aquel Dios descalzo

y en camiseta

que apoliyó en nuestro catre

nos habría juntado?

Julián Centeya

Publicado en “La musa del barro” – Editorial Quetzal – 1969

Valsecito Cursi

Por momentos me digo que bien valdría la pena

de ser un devorado más de las costumbres diarias,

esas pequeñas costumbres con memoria,

que imponen deberes al onomástico.

De verdad que me digo que hay felices

en esta convivencia de lo cursi,

gente que padece con el suspenso mecanografiado

del novelón que, a diario,

deposita en nuestro domicilio

la intranscurrible Nené Cascallar,

rara mélange de Carolina Invemizio y Shakespeare.

¿Quién pudiera adquirir el hábito doméstico

de entender el paraguas y los Sábados Circulares

y estar en el rating

y creer en Nelly Raymond

y en el obelisco

y en la buena fe con que le pone una mantilla de lana

a su perro salchicha

mi vecina flaca, doctorada en corte y confección,

que mucho más que un arte o un oficio

es un destino?

Y creer

—me digo creer—

en la cursilería de todos los días,

a la que advierto como una gimnasia de inválidos mentales

que dan cumplimiento al Credifé

en incómodas cuotas judiciales.

¡Ay de mi!

mi Dios flaco y tan sufrido,

haz que me invente un miedo

para tener el coraje de creerme

que subir hasta el noveno piso en ascensor

es realizar un estupendo viaje.

hazme creer en lo cursi, lo necesito

Desde mi congénito esternón absurdo

te lo pido

Julián Centeya

Grabado en el disco “Suite Porteña” Sello Lince – 1970

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